17 octubre, 2019

Mamá no sufras.... porque no me guste el plátano


Sí querid@ leyente, así es.

No me gusta el plátano.

Pero cosas más raras se han visto oye, a mí compañera de piso no le gustan las croquetas, y eso sí que es raro.

De pequeña tuve que comer muchos plátanos. Nunca me ha gustado, de verdad, y mira que yo soy una persona cambiante, de estas de “ahora sí” “ahora no”. Pero lo del plátano es algo inamovible oye, para que luego digan que andamos faltos de valores.

Mi madre me obligaba a comer ese dichoso fruto, por eso del potasio, los electrolitos, que el plátano es un elemento muy completo y nutritivo y su puta madre.

Pero por mucho que lo he intentado, nada. Nunca, de verdad.



¿Queréis saber lo mejor?
A mi madre, a mi muy querida señora madre, tampoco le gustan los plátanos.

“Mira Sara, los he comprado verdes, que si están verdes no saben a plátano”
Eso me decía.
Ningún plátano verde se ha comido mi madre. Ninguno.


Por supuesto, no podía dejar de mencionar los gustos culinarios de mi madre, puesto que, querid@ leyente, ya sabes de que va esta sección (y si por algún casual se te ha olvidado o has llegado tarde, aquí te dejo un recordatorio)


Siguiendo con temas familiares, me gustaría comentar que mi abuelo tiene un cortijo pequeño dónde, obviamente, hay plataneras. Solamente hay cuatro, pero están muy bien colocadas, como si fueran las esquinas de un libro.

Cuando yo era chiquita, mi abuelo solía plantar judías verdes entre ellas, ninguno sabemos muy bien por qué. Pero allí estaban, y no sabéis como crecían, era algo estrambótico.

También es posible que aquellas judías a mí me parecieran tan grandes porque no tendría más de dos años y no levantaría más de un metro del suelo, pero oye, aquello eran lianas.

Yo era una niña de esas que se divierten con lo que sea y, un buen día de verano que algo habríamos ido a hacer allí, decidí ocupar mi tiempo mirándoles las hojas y las ramas a las judías verdes, no sé muy bien por qué.

Mis padres, al verme tan entretenida, se fueron a dar una vuelta por el cortijo a echarle un vistazo al resto de frutales, verduras y demás.

Llegados a este punto y antes de continuar con esta historia, he de decir en mi defensa, que, como ya se ha comentado con anterioridad, no era una niña que se aburriera con facilidad.

Cuando regresaron mis señores padres del paseo por sus vastas tierras, su querida niña era ahora un querubín hinchado, con una montaña de vainas de judías verdes abiertas a su lado y casi al borde del vómito.

Al parecer, la contemplación por las judías dio un paso más allá y se convirtió en trabajo de campo, lo que provocó que fuera arrancando una a una las judías de la mata, abriéndolas, comiéndome “las pepitas” que encontraba dentro y tirando el resto al suelo.

No quedó ni una viva.


Mi madre siempre dice que ella no exagera nada de nada cuando cuenta esta historia, pero yo no me lo creo del todo.

Y mi abuelo, sufridor él también, se lleva las manos a la cabeza cada vez que su nuera cuenta la historia. Yo creo que también exagera, pero mi familia es andaluza y a todos nos encanta darle drama a la vida.

Lo que siempre es cierto es que, aquí una servidora, cada vez que mi madre termina con el cuento, siempre suelta el mismo comentario:

“Yo no sé mamá, pero hoy en día no me gustan ni las judías verdes ni el plátano. Alguna conexión fijo que hay”.

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