Había una vez, no hace mucho tiempo, un poeta que tenía los ojos tristes y cinco botecitos de té traídos del desierto.
El primero guardaba semillas de amapola para decorar bizcochos.
El segundo escondía un papelito doblado en el que alguien, alguna vez, dibujó una incógnita.
El tercero, el botecito de té de cereza japonesa (2 minutos de cocción), estaba vacío.
El cuarto contenía la fórmula de la telepatía y tres bolitas de anís.
Y el quinto, el más nuevecito, estaba lleno de té pakistaní, para tomar sin leche.
Ahora se ha subido a su camello y va pisando adoquines, camino de Damasco.
A lo lejos, no se muy bien dónde, también se pone el sol.
Curiosa y rara -dicen- es la cabeza de un humano cosmopolita.